El Sol, 26 de febrero de 2020.
Es posible estar jodida pero contenta. La crónica de las bajonas, de los desamores, de mierda de vida y la mierda del amor se pueden bailar (vale, eso ya nos lo enseñó Robyn). Pero también se puede pasar por el filtro del Punk y el Ska algo tan intratable como el Trap, o tan desprestigiado como el Reggaeton, logrando que incluso las penas cotidianas y desordenadas de tres maricones ácratas suenen emotivas, entrañables y perfectas y luzcan como lámparas. Las Bajas Pasiones han logrado crear un mundo caótico e irreverente, creíble y doloroso -o han dibujado el suyo con trazos guiados por el temperamento-, de heridas y dignidad. En el que la protesta está tatuada y la solución esbozada en un garabato que desdibujó el cubata que voló sobre el nido del cuco. Las Bajas Pasiones siempre serán desordenadas pero amiga, date cuenta: puedes tocarlas sin miedo porque son sinceras y escupen de verdad.
Y la sensación que me llevo, es que su filtro es listo y sabe lo que quiere, y que cualquier cosa, hasta la que menos te imaginas, puede pasar, transformada en algo imprevisto, viscoso y alimenticio. Por ejemplo, Javier Álvarez (por cierto, le va eso de hacer de bailarín en los conciertos de otros. Primero Lekuona, ahora Las Bajas Pasiones) haciendo una coreografía socarrona y prestando uno de sus hits, la oración al padre, convertida en lo que siempre fue, una apología del orgullo de un marica de clase baja, drogadicto y caótico. El padre de todos los bohemios que se arrastran en este siglo de pacatería.
P. S.: Conozco a Las Bajas Pasiones porque una vez, hace mucho tiempo, uno de sus componentes quiso ligar conmigo por Scruff. La cosa es que ahora no recuerdo con quién -típico de mi-, y posiblemente el se habrá olvidado de la anécdota. Fin del cotilleo.







